sábado, 12 de julio de 2008

Deseo de mi última cena


Por Max Rojas


Irremediablemente a cada uno de nosotros, más tarde o más temprano, nos llegará la hora de la última cena. Ni cuenta nos daremos; lo que no deja de ser una lástima, ya que en lugar de preparar un festín orgiástico, como sería lo indicado en tan solemne día con todos los complementos y vicios que a uno le viniera en gana, acabaremos merendando lo de todos los días, y hasta nunca, Rojas, o quien sea; lo que no se vale.

Digo, es el último chance de lucirse que tiene uno en esta perravida y se malogra, lo malogran las hadas inflexibles,―para que las cosas siendo de la rígida y absurda manera que lo han sido hasta ahora, y no de otra manera, un poco más entretenida, diferente al menos.



Pero cambiar al mundo, o la visión que tenemos de las cosas de este mundo, y por qué no, también del otro, sólo es dable a un poeta llevarlo a cabo; y un buen poeta, además, porque no a cualquiera le es dable meterse hasta la cocina en los reinos de ultratumba y diseñar los menús que al autor le place ofrecer a sus envitrinados huéspedes, que exhiben sus despojos, si acaso con algún orgullo, sí, desde luego, sin ninguna vergüenza.

¿Cómo denominar a esta poesía que Cisneros de la Cruz nos ofrece en la Vitrina. Los únicos términos que se me ocurren para más o menos intentar designarlo es el de que: es una poesía henchida, de una belleza cruel, terrible, desagradable muchas veces, pero bella a fin de cuentas, porque el poeta, y sólo el poeta, es capaz de encontrar belleza en lo más hórrido que pueda darse en este mundo; lo más desagradable, las peores pesadillas o los peores actos de demencia o sadismo que puedan cometerse.


Se sufre con la lectura de este libro, igual, por lo menos, me imagino que Andrés debe haber sufrido al concebirlo, al escribirlo, al corregirlo y, tal vez, ahora que puede verlo, desde afuera, puesto el libro en una vitrina y separado de él por un grueso cristal, pero sabiendo que es imagen suya, criatura suya, carnes suya. Y hay sufrimientos, como hay muertes, que el propio sufridor, el propio muerto, acaban aceptando que bien el arriesgue vale la pena y que la creación de un poema o de un libro de poemas como este, es tanto como crear de nueva cuenta el cosmos.

Poesía, sin embargo, pasional; y la pasión inevitablemente lleva al desencanto, al sufrimiento; pero también a la ironía o al sarcasmo como arma que libera al autor de esta vitrina, por el alto precio que ha de pagar por su osadía de meterse en los banquetes de ultratumba. La vitrina sirve aquí como un muro que distancia el sufrir del creador ante el objeto poético, la causa del sufriente, y queda el gozo del autor ante las vísceras sangrantes, cuellos rotos, tarántulas que salen de un pastel y todo esto entre una lujuriosa profusión de frutas, vegetales, condimentos que hacen de este libro una fiesta, un tanto lóbrega, pero a la vez apetitosa. A fin de cuentas todos tenemos nuestro lado oscuro; y los aullidos de los muertos nos atraen tanto, ―y a veces más―que los cantos de los vivos. Si me fuera dable elegir los alimentos de mi última cena, elegiría sin pensarlo mucho, pechos en su jugo y muslos a la vinagreta. Y mucho vino tinto. Entre tanto, celebremos este libro con lo que sea, alcohol, poesía, deseo, pero festejémoslo, tanto como al autor mismo por publicarlo.