sábado, 7 de noviembre de 2009

Presentación de "No hay letras..." por Enrique González Rojo

En la mesa del Bar 246, en la Roma: Óscar Escoffié, Cisneros de la Cruz, González Rojo y Adriana Tafoya.

La lectura de No hay letras para escribir tu epitafio me trae a la mente la vieja idea de que toda lectura es una interpretación y toda interpretación es convertir lo ajeno en propio, lo extraño en familiar. Si la interpretación es pertinente, si logra capturar —y el verbo capturar es aquí muy elocuente— el sentido que el poeta ha deseado proyecta en su poema, se establece una plena coincidencia entre el poeta y su lector. La comunicación fluye y hay un aplauso de las musas en el parnaso. Pero puede ocurrir —y es frecuente que ocurra— que la interpretación no dé en el blanco y que el lector se imagine cosas, significados, simbolismos que no han pasado por la materia gris del portaliras. Aunque en este segundo caso el “traslado de mensaje” propio de la comunicación no se da, me parece que no importa, ya que la interpretación puede añadir al poema algo interpretado y enriquecedor.


No tengo temor, entonces, de la lectura que realizo de este poemario porque, aun suponiendo que no logre sintonizar en la voz íntima del poeta, me parece innegable que el material que nos proporciona Andrés resulta muy apto para edificar atractivos mundos imaginarios. Además de la anterior, la lectura de este libro despertó en mis divagaciones otra idea: la de que hay poetas que se instalan cómodamente en la luz y otros que lo hacen en la sombra, o también hay bardos que viajan plenos de entusiasmo de la sombra a la luz y otros que emprenden su desconsoladora viceversa. Y hay unos más que se aposentan en el maridaje de los opuestos. Andrés vive en el infierno, en una noche permanentemente en llamas. Sólo a un poeta que conoce el infierno como la palma de su mano, le es dable decir: “Sé del tormento del semen al llegar al ovario de la muerte”. Sólo un alma sensible que ha sido contagiada por la pandemia de la angustia, puede aullar: “Trato de abrir la puertas / que hace años fueron clausuradas / y olvido que aquí seis mil veces he comprobado / que puertas y ventanas desaparecen del muro al intentarlas abrir”. Sólo un poeta que siente la lengua crucificada, es capaz de advertir que “la furia del silencio menguó ante el bullicio de la nada”. Sólo un poeta así.



Como lo dice, lo exclama, lo vocifera en el poema que da título al libro, para Andrés, Dios ha muerto y en su lugar se ha colocado el duunvirato del caos y el sinsentido. Dios y el cielo no existen: el día menos pensado se evaporaron de las manos. Pero no cabe la menor duda de la existencia del infierno y el demonio. La poesía de nuestro vate es una lúcida crónica del inframundo, por eso carga en los ojos manchones de negrura y llamaradas de fotones. Como la paz ha sido desterrada del reino que frecuenta, nuestro autor es un permanente juglar del sufrimiento, con especialidad en casos terminales. Pero lo más alejado de su estro es la monotonía o el dejar abierta la llave de su impulso al goteo de lo tedioso, ya que los diferentes poemas del libro no son sino la odisea por los diversos círculos del avernos.


Claro que el mundo en que vive o se desvive —y aquí suelto mi interpretación— una metáfora del mundo que nos rodea, de este valle de lágrimas y mocos donde se nos ha olvidado de qué color es la alegría, de qué demonios habla el riachuelo cuando chisporrotea su júbilo o a qué sabe el calostro, la primera leche materna. Si el lector, al penetrar en este mundo, no carga un tambo de oxígeno, corre el peligro de asfixiarse. Pero todo es deliberado. La poesía de Cisneros de la Cruz tiene una verdadera fascinación por el lado oscuro y enigmático de la cotidianidad. Pero no se regodea en la incertidumbre que le escalda la piel, ni se hunde en la tierra movediza de aprendiz de brujo. Al tocar fondo en su pesquisa de lobregueces, hay intentos de salir, empeños de dejar atrás la desmesura del nihilismo. Por eso, en su importante poema intitulado El falo que todos llevamos dentro, desgrana versos como “deshagamos nuestro lenguaje” o “sembraremos una noche de nuevos soles”, o, en fin, “falo del mundo / desvanécete / y déjanos ver / el cuerpo verdadero / del que estamos hechos”. Por todo lo dicho y algo más que se queda en el tintero, quiero formular la opinión, de que con todas las virtudes de un poeta sensible, sólidamente estructurado y profundo, en un mundo tan lóbrego y desolador porque suspira, añora, se muere verdaderamente de hambre por lo que está más allá de su ríspido entorno formado por criaturas ciegas y castradas. No es, desde luego, un más allá en sentido religioso —el cuento de hadas perpetrado para adormecer nuestras angustias— sino un lúcido ejemplo del “otro mundo es posible” que todos los energúmenos, encabronados, afligidos y sensibles que existen, llevamos en las entrañas.

Viernes 31 de agosto de 2009.

"No hay letras..." por Mónica Suárez


Alguna vez Paul Sartre escribió: “Poeta es aquel al que no le sirven las palabras”, y está afirmación me parece sumamente reveladora y adecuada porque, muchas veces, la palabra se torna semánticamente circular, autofágica, y por ello: autoaniquiladora, deja de decir.

Pero, para el poeta, la palabra es sólo materia prima que se trasciende a sí misma de manera continua, como sucede en: No hay letras para escribir tu epitafio. Y cuando la palabra escapa de la atadura referencial, elude la relación objetiva del lenguaje y se sumerge en la áspera realidad del poeta: surgen las atmósferas reveladoras e inquietantes que se estrellan contra el espejismo de la realidad inmediata enmascarada por el orden establecido.

La voz del poeta canta en: “El equilibrista del puente”.
“los pájaros son martillos que sumen clavos
en las ventanas cerradas
del horizonte

Los pies pesan
el equilibrista patea pájaros
les pisa la cara les prensa la piel
contra el filo del cable presiona sus cuellos
Peludos de plumas chillan los pájaros
Patalean dan picotazos
desafinan
son violines bajo el mar

El equilibrista
se quita la máscara de suicida
y descubre que las nubes nunca fueron veneno”.

De esta forma sabemos que la poesía de Andrés Cisneros no es una poesía fácil ni complaciente. Quizá por lo mismo, resulte tan perturbador el ejercicio que hace en: “Soliloquio ante un cristal rayado por un ser desconocido”, en donde, valiéndose de pies de página, acota el sentido polisémico de la palabra, intrínseco a la poesía misma, reduciendo a sentidos unívocos la interpretación metafórica del poema. Por suerte este juego provocador no empobrece el discurso poético que retoma más adelante; sin más acotaciones al sentido de lo que quiso decir.

Y la destrucción y la violencia latentes en sus poemas se convierten en una puerta recurrente que parece abrirse para mostrarnos el caos en el que estamos inmersos. Pero en la poesía de Cisneros, el caos: generador, es un caos propositivo que puede abrir puertas a la regeneración del espectáculo de los sentidos como armas que cuestionan y retan a una sociedad hipócrita.
En la: Escena segunda, de: “Decapitación de los tritones”, escribe el poeta:
“Se odiaba primero, ella –ante todo
dispuesta a destruir
mente y cuerpo –se odiaba
a tanto volumen
que
sometía la mirada
ante el escupitajo, palabra del ogro
y colocaba las manos
para recibir la ofrenda blanca
(escultura del miedo)”.

Ya en “El arco y la lira”, Octavio Paz, apuntaba: “La poesía moderna se ha convertido en el alimento de los disidentes y desterrados del mundo burgués. A una sociedad escindida corresponde una poesía en rebelión”. Argumento que calza aquí, pues en la poesía de Andrés, el lenguaje se disloca, los mecanismos del paradigma son cuestionados, así como la jerarquización de los valores que impone la sociedad falocrática.

En la: Escena cuarta de: “Decapitación de los tritones”, el poeta dice:
“y no quiero ver
cómo te amoldas, mascota extraviada
ruinosa, ostentar del gemido (lastimera petición de cuchillos)
con la estupidez de las bestias cautivas
que son liberadas”.
Y más adelante, en el poema que da título al libro, el poeta señala:
“Jamás seré un ogro como tú
Padre
un ogro crispado en el espejo
con el puño fruncido en una puerta”.


El poeta se desnuda, renuncia al simulacro del poder, escupe el veneno que no tragará para perpetuar la cadena. Si no veamos, más adelante en el mismo poema, lo que Andrés escribe:

“Por eso renuncio a ti,
Renuncio a la paternidad de tus ideas
Renuncio al dios padre que tanto amé de niño
y que nunca existió”.

Protesta íntima contra la apología del dolor y la supremacía mentirosa sobre la cual se levanta esta sociedad caníbal.
“Me desprendo de este garfio
como alacrán que deposita su veneno”.
Asegura la voz del poeta al inicio de: “El falo que todos llevamos dentro”. Para más adelante, abjurar:
“Pero rompamos la varita
digamos no al cetro
rompámoslo
rehagamos nuestro lenguaje
no conformes de ser un punto geográfico
Estadísticos haremos una geografía oculta
dentro de nuestro ser reconstruiremos, caerán las ruinas
y sembraremos una noche de nuevos soles
acaso no ya nuevos falos
lunas, óvulos de tierra
lunas, todo luna sol
dualidad será el mundo
y la sangre nutrirá por igual
las cavernas venosas de nuestros sexos”.

En: “No hay letras para escribir tu epitafio” asistimos a una propuesta valiente y perturbadora que renuncia a todo preciosismo o complacencia estética y cuestiona los signos putrefactos de la decadencia social. Sin duda un poemario interesante y violento que nos retrata con el escepticismo de la esperanza.

viernes, 6 de noviembre de 2009

"No hay letras..." por Óscar Escoffié Padilla



Siempre debe ser motivo para celebrar, la aparición de un poemario; no importa que el libro sea un lúgubre recorrido por cosa más abominable como lo es el alma humana; ni que esté escrito con veneno. No hay letras para escribir tu epitafio es el testimonio de una mirada circundante y un horizonte de abismo; ojos tras la rosa de los vientos y una perspectiva de muro. Es decir, el poeta Cisneros de la Cruz (de la Cruz) abre sus ojos de poeta, gira su cuello de poeta, recorre con sus pasos de poeta la realidad, y dice entonces con su voz de poeta: vaya absurdo, cuánta muerte, cuánta sangre, qué obscuridad, vaya falocracia, y termina con la frase que abre el libro: “deposito aquí este veneno”, donde lo circundante, la cardinalidad del espacio está poblada de gusanos, cadáveres, bestias, lóbregos engendros, y el abismo o el muro no es sino una orfandad del espíritu, en la más religiosa de las definiciones; una postura anatema que bien podrían valerle la hoguera.


Se trata de un libro con motivos filosóficos existencialistas que me obligó a recordar El existencialismo es un humanismo, ese ensayo de Sartre que hoy se considera el manifiesto de los existencialistas, y que insiste en la condición infinitamente solitaria del hombre al entenderse como responsabilísimo único de sí y todos sus actos, resultando de ello una sórdida angustia.

Con un cuidadoso lirismo que da fe del buen oído en Cisneros, los poemas son una expresión de solidaridad ante los “entes que impregnan con orina los árboles, o los vagones del Metro”. Más aun, leer el libro de Andrés es como jugar con un diamante negro de filosas aristas; obliga al reposo en una cama de clavos, y sabe a un buen vino amargo; pero también es una condena, un señalamiento, un escupir, un odio inteligente que desafía el miedo a morir, aunque no así a la soledad (“morir es mejor que apestar solo” [p.19])

Y precisamente, la muerte, como un siniestro cigüeñal, gira y gira lingüística, temática y esencial, substancialmente la obra. Omnipresente, esa ánima del libro se dirige luego hacia un dios que llama Cisneros “muerto”, pero que al invocarlo revive. El poema que da título al libro, es un texto furioso que, si no reconoce la presencia de un dios vivo, sí al menos lo afirma muerto pero para resusitarlo al menos dentro de sí. “No hay letras para escribir tu epitafio”, le dice, aunque el que dice “tú” -pronombre implícito en el verso- dice creo en ti, existes. El tú siempre revela al yo, de manera que si no hay epitafio sí hay diálogo, invocación oblicua, es resumen: otra forma de rezo; y el hecho de que ponga delante del lector, diríanse: los motivos íntimos del escritor que lo hacen terminar en una especie de ateísmo existencialista, es una sutil manera de preguntar al Otro, en este caso al lector: ¿estoy mal?, o ¿no es así?, y a aquél, al que dice “dios ha muerto/dios Padre/Has muerto/Y no es ninguna novedad” paradójicamente hace brotar a fuerza de reclamos cual berrinche del hijo hacia su padre como diciendo “sé que estás ahí, escúchame; hazme saber que yo también me hallo aquí.



Nuestro autor dice en un tono brutal: “y no busco letras para escribir tu epitafio/porque ni siquiera un nombre te daré por tumba”, y quizás como en el caso del ruso Maiakovski que dijo que el juicio final de Dios le daba tanto miedo como una cantina, Andrés Cisneros, desde el verso, desde el pensamiento y desde la sangre, desde una cantina, subraye su renuncia y negación; pero quizás, como escribió luego Maiakovski hablando de su propia muerte, cuando las prostitutas lo presentaran en andas ante Dios, diga: “¿Y Dios llorará leyendo mi brevísimo libro!/Hecho de temblores en compactado ovillo, no de palabras;/y echará a correr por el cielo estrechando mis versos/y los recitará a sus amigos conteniendo el aliento”.

La máxima Nicheana de “Dios ha muerto”, se contrapone al niño Andrés que no ha muerto: “Renuncio a ti/Renuncio a la paternidad de tus ideas/Renuncio al dios padre que tanto amé de niño/y que nunca existió”.

El libro concluye con El falo que todos llevamos dentro, poema de potencia y hermosura notable, que con un poco de humor podríamos decir que es la antípoda de la novela Los 11 mil falos de Guillermo Apolinaire. En este poema de Cisneros se explican mejor los motivos del autor, subterráneos en los poemas previos. Echando mano del significado lacaniano del falo, que no se trata del pene sino de algo simbólico que refiere al complejo de castración psicoanalítico, Andrés aspira -utópicamente, claro- al desprendimiento de la cópula universal que nos vuelve dependientes, vulnerables, eternamente penetrados. Pero Cisneros aprieta y se revuelca, grita ¡no! y rasguña, aunque sabe que la única salida al bukake cósmico sea la muerte, la Nada, pues la poesía misma es una erección hecha de incontables cópulas, y los poetas: chaqueteros de la pluma.

Bien editado, siniestro y poderoso, el libro No hay letras para escribir tu epitafio es una confirmación del madurado oficio poético de Cisneros, y es ―como siempre que se trata de verdadera poesía― un atentado contra la frivolidad que obliga, a quien tenga la osadía de leerlo, a confrontar sus verdades y niveles estéticos.


Salud, y en el epitafio de Andrés, ya hay letras para escribir.