miércoles, 5 de octubre de 2011

Como la nieve que dejan en la poesía los muertos


Por Moisés Ramos Rodríguez


La poesía siempre está respondiendo a los porqués que la realidad nos impone. Cada día, con su voracidad de 24 vientres por hinchar con 60 minutos de acciones, nos exige responder a un sinnúmero de cuestiones que, a veces por comodidad y omisión, dejamos pasar, pensando que de ese modo desaparecerán.


Mas la poesía, ese instrumento agudo, jamás domesticado, enrostra a la realidad, sabe que es su espejo y no le amedrenta el responder siempre, no importa cuál sea la pregunta.

Lo que el poeta sí hace, a través de la poesía, es elegir a qué preguntas dar respuesta.

Y esto es lo que ha hecho Andrés Cisneros en su poemario Como la nieve que dejan los muertos. Ha elegido cuidadosamente, con la filosa guía de la palabra, qué responder de lo que la realidad le pide. Y esta vez responde para hablar de muerte, para pedir sean muertos ciertos hombres y explicar, con ello, el mundo que le grita y exige poemas, sus poemas.

Rotundo de imágenes que nos despiertan, de ritmos y una voz que nos convida a otro sueño, aún más verdadero, el poemario de Andrés Cisneros sigue la tradición que todo poeta ha de continuar: la de hablar del tiempo que le ha tocado vivir, de sus circunstancias (en nada distintas a los de otros hombres, igual de difíciles y asombrosas), de su destrucción o permanencia.


Cisneros también habla, como todo poeta que se precie de serlo, en la plaza pública, no para amenizar reuniones a la luz de la abulia y la más sedada vesania, sino en voz alta, altisonante y para remover al lector hasta sus últimas consecuencias, para que se levante y ande, no para que guarde el libro en el estante y se eche a dormir, otra vez, intoxicado, aparentemente plácido.


Tomo ahora uno de los dos ejemplos que más me ha llamado la atención de Como la nieve que dejan los muertos:

El primero es el poema de la página catorce, que se ha venido anunciando desde la página once, cuando el poeta ha escrito: “Mi violencia está en el arte de hablar”, y en la página siguiente “¿No es también la violencia la exultante vida de lo vegetal…?”, para afirmar en la página trece: “la memoria sólo reproduce el camino del olvido”, camino que el poeta recorre para hacernos recordar.


Ya en la página quince, después de hablar de los fantasmas que rasguñan las ventanas, revela de quién habla, a qué muertos se refiere el título de su libro, esos que “sólo son capaces/ de buscarse/ en lo profundo, dentro/ del caracol oceánico del cerebro/ en la blanca casa de la Muerte/ alumbrada por la oscura lámpara de la Vida”:


Después, el poeta pide casi a gritos: “Si el hombre no sirve, que lo maten/ que le amputen lo que sobra:/ uñas y párpados/ que le corten las orejas a los sordos/ que le saquen el corazón a los cobardes/ ojos a los que no quieren ver/ ¡tanto desperdicio de órganos!/ para qué tantas manos inútiles / ¡qué las corten!/ que amputen esos dedos/ y se riegue con sangre/ el jardín de la inteligencia”.


¿Por qué, en medio de un mundo de fraticidas, de hombres violentos que cercenan, en la vida real de las playas de descanso y los desiertos del norte, a madres embarazadas y niños tiernos, por qué, pregunto, el poeta pide sean asesinados los hombres que enumera?


Porque esos sordos que no quieren oír, esos ciegos que no quieren ver, hubieran evitado esta guerra; porque los sordos que ya no necesitan sus orejas, hubieran escuchado el grito y el clamor de la realidad y hubieran dado una respuesta; porque tantos órganos habrían servido para responder, pero no, las piras funerarias crecen, y los hombres enlistados nada hacen, nada los conmueve.


Al proponer esas muertes y mutilaciones, el poeta sabe que las manos de los muertos se extiende buscándolo, y se prepara, avisa: “Pero antes envenenaré a los perros/ que orinan el árbol endurecido de la vida/ y esperaré/ que les arrojen cal junto al cadáver/ de sus amos”, que para eso es la poesía.


El segundo ejemplo que tomo del poemario de Andrés Cisneros es el poema “La mujer que se fue a caballo”, porque ante la propuesta del poeta de abolir lo que no se usa en el cuerpo, debe haber una respuesta, y la da aquí. La mujer que se va, no huye (pese a que el poeta lo escribe así), se aleja del páramo de muertos que quieren retenerla “atraviesa/ bañada en aire/ la densa masa de las sombras/ las figuras efímeras de las nubes” y “si estuviera en la punta del risco/ alcanzaría a ver la tierra entera”.


La mujer, la contraparte de los muertos “huye/ ella que no pertenece/ a la aldea de los viejos/ pozos del miedo/ donde vierten el cuerpo de los seres/ para alimentar las piedras”. Mas la mujer no huye y tampoco ejecuta una venganza; responde y el “pasado surge sólo/ para consumarse/ y los asesinos tranquilos morirán/ en su cama”.


Y nosotros somos ellos, los asesinos que se acobardaron y están jubilados. Lo escribe el poeta: “Los primitivos/ —quiénes son ellos— nosotros/ que matamos una doncella/—basta las voces lo ordenen”.


Por eso, a la mujer que se va a caballo hacia el futuro, arraigada en el presente, en el instante, relata el poeta “nadie la sigue/ huye sola del galope/ que escucha tras de sí/ son las pisadas de los muertos/ la gran hoz/ que le arrancaría la cabeza si se detuviera…”.


Después de este poema, el poeta habla a su hija, habla a los hijos de esta especie que se asesina sin razón para satisfacción de los promotores del miedo, y le recuerda que, si alguna función ha de tener la poesía, es la de encontrar “la lámpara que greca el limbo y el tálamo”, le pide que la busque y le dice: “cuando lo hagas/ verás la sustancia negra/ de la cual brota/ toda luz que cabe/ en un millón de años/ y entenderás al mar tejiendo/ el manto de la tierra/ con los dedos de su espuma”.


Entonces, cuando estemos despiertos, cuando nuestra cotidianeidad sea la poesía, escribe el poeta a Manon, entonces “cambiará la densidad del agua/ y llegará el mar/ pero tendrá/ otro nombre”. Manon sabe que este es un poema oscuro, porque duele, pero se refleja en los ojos del poeta, y sonríe.


Por los dos ejemplos anteriores, pero también por todo el libro, vivificante y breve, que ya ha llegado a la segunda edición, lo cual demuestra en parte su valía, proclamo que debe ser leído Como la nieve que dejan los muertos, pues Andrés Cisneros de la Cruz, no lo olvidemos, ha traído hasta nuestra casa, la oscura lámpara de la Vida que es también la poesía.