jueves, 10 de mayo de 2012

Lo que se cimbra por dentro en Andrés Cisneros de la Cruz





Por Arturo Alvar

Si con el primer libro Vitrinas de últimas cenas (Versodestierro) al ofrecer el cuerpo de las significaciones para la degustación antropofágica, empezó por violentar la realidad, mientras que en su tercer poemario Como la nieve que dejan los muertos (Versodestierro), ofrendó a su hija un paisaje de tumbas para los sordos de rencoroso corazón ―de las que extrajo con inteligencia “la oscura lámpara de la Vida”―, en este su cuarto poemario Ópera de la tempestad (Versodestierro), el poeta se lanza contra sí mismo para derrocar al héroe, que es la consigna con la que empieza a cantar hacia adentro, con los acordes de su propia circunstancia, donde se reconoce como un hombre:

“con el mismo gesto/ arrogante, impasible,/ resignado a cargar sobre los hombros/ su narciso enfermo”.

En este desdoblamiento crítico del mundo interior de un hombre en conflicto, Andrés me recuerda a Jaime Gil de Biedma y sus versos: “Oh innoble servidumbre de amar seres humanos,/ y la más innoble/que es amarse a sí mismo!”. Sin embargo, más que un guerreo que se vence a sí mismo, el odio de Andrés Cardo sirve para que el mundo:


“disuelva su apariencia,/ y se rinda,/ para que guarde la espada/ y evite tanta inútil guerra/ que sólo engrandece al sueño”.

Ese sueño de grandeza de que no se confronta con la realidad, cuya miseria está hecha en mayor medida de buenas intenciones. La rebelión para el poeta consiste precisamente en el trabajo de nombrar al mundo para concebir una nueva mirada. Pero la mirada de Andrés transforma la rebelión personal en revelación colectiva y de esta forma:

“el mar lo retorna en su lengua/ ― al que fue hombre― con un verso, desnudo/ sobre las rocas, atravesando la luz,/ sin ropaje.”

De esta manera, como lectores podemos ser parte de la metamorfosis del poeta, en aquel niño “que mira a través de las cosas/, en cada uno de sus instantes y cada una de las palabras/ a Sidérea, viva en su mente,/ murmurando en una extraña fonética de aves, o dunas,/ un cántico”.

Hay, pues, en Cisneros de la Cruz un oficio como de un laudero de su propio cuerpo, quien crea para sí ―hereje―, una música donde corre y se afina la sangre del mundo, en un “canto tallado hacia adentro”, es decir, entregado a la poesía pero también a los cuestionamientos que hacen cimbrar la condición humana, en el ir y venir de todos los días.

¿Pero qué es lo que hace cimbrar a Andrés Cardo? Ya lo dije en parte: la entrega a la vida; el odio que se aviva porque quizá pueda “librarnos de este círculo incendiario”; el hambre que desgarra las entrañas y carcome la Esperanza; las aspiraciones del hombre común, que aunque vanas son las tribulaciones de nuestro tiempo. Así también se indigna ante el poder y se inconforma con el esclavo que acepta sumisamente la cárcel que nos sitúa entre el lucro y el látigo.



Ahí donde se erige una piedra de sol, Andrés Cardo ve a un “hombre araña” queriendo vislumbrar la cima del poder. En esto hay una simbología que critica tanto la solaridad del canon imperante como el tratamiento usual de los atributos femeninos frente a lo masculino. Pero también, Andrés nos increpa a hacer escarnio del absurdo y se vuelve entonces el merolico que pregunta al transeúnte: ¿apostaría su vida por una vida nueva?  Alguna vez alguien dijo, quizá en su único momento de lucidez, que Andrés cargaba una cruz muy grande. Pero Andrés, en todo caso, es el madero mismo. Con dos palabras levitando en su boca Sidérea y Arbora, sostiene la insurrección del los astros para con el sol, sabiendo de antemano que esa batalla no se puede librar sin establecer un vínculo entrañable con la propia Tierra.

Coincido con Armando González Torres cuando afirma que en Ópera de la tempestad, “hay un sentimiento latente de indignación social y solidaridad con los desvalidos” y que en ello estriba una de sus mayores virtudes, en cuanto a la emergencia de una poesía social lejos de la militancia política. Sin embargo, no creo que la crítica que se hace a la sociedad en este libro constituya una mera extravagancia, pues no se habla desde una élite ―sino desde la voz popular―, así tampoco un discurso amoroso, pues encuentro sólo un poema de  tono “lírico” que es el de Cántico para la boca de Adriana.

Hace un par de años leí una entrevista donde un joven editor afirmaba que publicar un poemario hoy en día constituye una “tarea en verdad heroica”, sobre todo haciendo referencia a las publicaciones de autor. Sin embargo, ese heroísmo no se ve ensalzado en el trabajo editorial que impulsa Andrés Cardo y Adriana Tafoya a través de Versodestierro, sino que más bien viene acompañado por una intensa y constante labor solidaria, que ha incluido a toda una comunidad de creadores emergentes, de tal forma que con la publicación de Ópera de la tempestad Andrés Cardo no va en solitario, sino que puedo afirmar que con este impulso se da madurez a toda una generación, sobre todo a los poetas nacidos en la década de los setentas.


Lo que carga encima Andrés no tiene un peso que no lo deje andar (aunque sabemos los libros son de los objetos más pesados). Al contrario, lleva consigo una parte importante de la poesía mexicana que nos hará caminar por este intrincado siglo. La levedad de Andrés para afrontar empresas de gran envergadura, es un peso que no cualquiera podría cargar en el ir y venir de estaciones del metro; en la complicidad con los obreros-impresores para calibrar las tintas; en el ir y venir de bares, calles y sombras; de dejar la fiesta para ir a trabajar, vendiendo libros de mano en mano, donde sin embargo:

“Ninguno de los tramos/ que he pisado en esta tierra, me pertenecen. /Yo sólo estoy de paso”.

Sólo así se explica la calidad poética de un hombre como Andrés Cardo, consciente cada vez más de las posibilidades del lenguaje, pero también de las posibilidades de transformación del mundo. A propósito de tempestades, Andrés no es un astro que se ha alzado sobre los otros para instaurar su propia luz, si no que su palabra se alza con las olas, junto con “la musculatura del agua” como alguna vez me dijo; es decir, junto con la marea que trae a otras voces. Que su música indignada entonces nos llegue y nos talle por dentro, esa es la consigna. Siquiera un momento de ira, incuslo para los indiferentes, diría nuestra imprescindible poeta Norma Bazúa.

Aquí no hay primavera sólo cruentos  retoños
un poeta que en su hoguera de latidos se revela
delirios de ira sobre un follaje de tramas y tonos
donde un trueno entre las sombras reverbera
poesía que se cimbra y que se siembra
en el caballo desbordado del oleaje
que atina en su llameante decisión
a lanzar contra sí todo el rencor del mundo.